La desigualdad social en Chile tiene muchas más caras de las que alcanzamos a ver. No es solo esa vergonzosa columna que nos representa en el primer lugar del índice de ingresos desiguales de países de la OCDE (Gini), o nuestro mundialmente famoso sistema educativo diseñado para mantener el statu quo entre ricos y pobres, ni siquiera se puede reducir al retrato de aquellas familias que ocupan gran parte de los puestos de poder del país. Nuestra desigualdad social no solamente se puede ver y medir, sino que se puede sentir en la piel, se puede respirar y padecer en cuerpo y alma. Lentamente hemos ido tomando conciencia que nuestras imágenes de la desigualdad están incompletas, que la materialidad de las viviendas, la conformación e idiosincrasia de barrios y territorios o la propia contaminación atmosférica son solo parte de un problema mayor que se asoma en ocasiones en medio de los desastres naturales o las crisis sanitarias. Nos referimos a la pobreza energética.
Una lectura apresurada de este concepto podría ver en él una idea naif, una ingenuidad o acaso una redundancia, pues el tipo y calidad de energía a la que pueden acceder las familias sería una consecuencia directa de la mentada desigualdad de ingresos, influencias o poder. Pero, como ocurre con los sismos en Chile, el estar acostumbrados a ellos no significa que los conozcamos mejor. Imaginamos que la pobreza material implica pobreza energética, pero ¿qué sabemos de ella? Los instrumentos actuales que definen pobreza no dan cuenta de este aspecto, a pesar de sus enormes consecuencias para la salud y la calidad de vida de la población.
Si bien desconocemos muchas de las maneras en que este fenómeno afecta a los habitantes de nuestro país, hay fuentes de información estadística a nivel nacional que nos permiten identificar algunas de sus características y nos muestran lo urgente que es actuar en este aspecto. Así, por ejemplo, sabemos que los hogares más pobres gastan un porcentaje muy alto de sus ya escasos ingresos en energía, pero la deficitaria aislación térmica de sus viviendas sumada a los tipos de energía que pueden acceder (leña, carbón o gas) no permiten a estos hogares alcanzar ambientes confortables. Peor aún, estas energías producen contaminación intradomiciliaria que favorece todo tipo de enfermedades respiratorias, afectando principalmente a niños y personas mayores (ver recuadro con algunos hallazgos). A partir de esto podemos plantear muchas interrogantes. Por ejemplo, si esta situación la ubicamos en el marco de las proyecciones demográficas nacionales aparecidas recientemente, las cuales indican que estamos envejeciendo rápidamente, y a ellas sumamos nuestro deficiente sistema de pensiones que condena a gran parte de las personas mayores a vivir en la pobreza, ¿qué implicancias tiene dicha pobreza?, ¿qué pasará, por otro lado, con los adultos mayores en las olas de calor proyectadas como consecuencia del cambio climático? Casas mal aisladas y sin ventilación adecuada en comunas con muy pocas áreas verdes y sin servicios comunitarios especialmente acondicionados, harán que las personas mayores tengan muy pocas opciones para enfrentar fríos intensos u olas de calor.
Conocido es ya el problema de contaminación que produce la leña, especialmente en algunas ciudades del sur de Chile. Sabemos hace mucho que la contaminación de esas ciudades está relacionada directamente con la fatal combinación que representa la combustión de una materia prima de mala calidad a través de una tecnología escasa, pero la preocupación por la aislación de las viviendas en esas zonas es más bien reciente y con dudosos resultados sobre su efectividad (no consideran aspectos críticos de aislación o simplemente se concentran en el recambio de tecnología sin capacitar a las personas para su uso). Por otro lado, una medida efectista como prohibir la leña en esas zonas afectaría dramáticamente la fuente de calefacción más conveniente para miles de familias, sin tener meridiana claridad acerca del impacto socioeconómico para grandes sectores de la población, ni sobre las soluciones posibles y sustentables.
Con todo, el panorama actual permite alimentar esperanzas. Hoy podemos construir mucho mejor nuestras viviendas para que los requerimientos energéticos sean menores, tenemos diversas fuentes renovables en nuestro territorio y contamos con el conocimiento y la tecnología para desarrollar infraestructuras resilientes. Sabemos también que educación y sustentabilidad son principios que deben cruzar las estrategias para enfrentar este problema y que se requiere la participación de la comunidad para definir soluciones que consideren las condiciones locales. Pero aún nos falta mucho conocimiento por desarrollar, el cual requiere la cooperación de diversas disciplinas y el involucramiento del sector público y el privado. La pobreza energética es un problema estructural que no se puede abordar con medidas sintomáticas o meros subsidios. Debemos estudiarla en profundidad para proponer estrategias que mejoren nuestra matriz energética, la calidad de las viviendas, la gestión del calor, la institucionalidad y el mercado de la energía, de modo que la población utilice la energía de forma eficiente y limpia, y que se generen medidas que respeten la diversidad cultural y territorial del país.
Una acción concreta en este sentido es la “Red de Pobreza Energética” que impulsamos un conjunto de investigadores, académicos, tomadores de decisiones y representantes la sociedad civil. Esta comienza a formarse durante 2016, pero este año 2017 hemos dado pasos decisivos, logrando desarrollar espacios de reflexión interdisciplinaria y sumar a investigadores y académicos de 9 universidades, varios de ellos de regiones, con la representación de más de 15 especializaciones que, en alguna dimensión del problema, son aportes fundamentales para su comprensión y para desarrollar medidas que disminuyan este tipo de pobreza. El viernes recién pasado celebramos nuestro tercer taller, con el cual consolidamos esta plataforma de colaboración y comenzamos a desarrollar lineamientos para las dimensiones establecidas como prioritarias: (1) Energía, políticas públicas y modelos de desarrollo; (2) Bienestar, cultura y eficiencia energética; (3) Justicia ambiental, contaminación atmosférica y población vulnerable; (4) Energía renovables y gestión local; y (5) Cambio climático, riesgos socio-naturales y resiliencia.
La Universidad de Chile se ha propuesto impulsar esta Red como parte de su responsabilidad como Universidad Pública, entendiendo que es una oportunidad de visibilizar un problema estructural que está profundizando la desigualdad social en el país. En este sentido, la Red de Pobreza Energética es fundamental para establecer puentes entre el conocimiento basado en evidencias y la toma de decisiones, de modo que mejoren las condiciones de vida de las poblaciones que sufren más directamente la desigualdad del país.
Por fortuna vemos que nuestro trabajo está estimulando las primeras iniciativas fuera de nuestro quehacer, las cuales nos muestran que el camino que hemos emprendido es el correcto. Así, por ejemplo, recientemente, el gobierno de Chile ha comenzado a trabajar con el PNUD en un estudio para una conceptualización del tema que permita avanzar en metodologías de evaluación y desde la Red de Pobreza Energética aplaudimos esta iniciativa. Sabemos que hay un largo camino por recorrer y que son muchos los actores que deben comenzar a actuar en este tema. El esfuerzo que estamos haciendo en la red apunta precisamente a mantener en pie la tarea más allá de las normales fluctuaciones de los tiempos políticos.
No hay soluciones simples para problemas complejos y la pobreza energética es un claro ejemplo de esto. Debemos estar dispuestos a colaborar entre profesiones y disciplinas, entre sectores y grupos de interés, de manera transversal en todo el territorio, con el fin de transformar esto en un problema país que se aborde mediante políticas de Estado, que trasciendan la lucha cotidiana entre fuerzas e intereses mezquinos. Si la pobreza es un problema para cualquier gobierno, es tiempo de aceptar que los “pobres” de nuestro país son más “pobres” de lo que creíamos.