Podríamos aventuranos a decir que en algunos grupos la tasa de incidencia de casos confirmados dependerá de la cantidad de PCR. También podríamos decir que en otros grupos, la principal causal de propagación es la irresponsabilidad de quienes no respetan las medidas de prevención como el uso de mascarilla o el distanciamiento social. En otros grupos, la exposición crónica a contaminantes podría conllevar al agravamiento de los cuadros de COVID-19; esto ha sido sugerido por algunos artículos recientemente publicados en poblaciones de Italia y de Estados Unidos, donde la exposición crónica se asoció a mayor letalidad. En gran parte de los países en desarrollo (y también algunos desarrollados), la inequidad, el hacimiento y los determinantes sociales han favorecido el contagio.
por Macarena Valdés Salgado
La idea de causa que aprendemos cuando somos niños generalmente está asociada a una experiencia práctica que incorpora tiempo. Por ejemplo, si metes los dedos en el enchufe, luego te da la corriente; si no haces las tareas y estudias, luego repruebas el ramo. Podríamos escribir infinitos libros con ejemplos que ilustran que una causa es “algo” que antecede otro “algo”. Y aunque esta premisa parece sencilla, en el área de la Salud la definición de causa es algo mucho más complejo. Y cuando nos preguntamos porqué la incidencia o la letalidad del COVID-19 ha sido tan disímil entre poblaciones que parecían tan semejantes, no es casual que la respuesta nos obligue a revisar el concepto de causalidad.
En la época grecorromana existía la creencia que los dioses enviaban “malos aires” en forma de castigo a los mortales pecadores; estos malos aires o vapores tóxicos, eran conocidos como miasmas y acuñaron la primera teoría sobre causalidad. Los miasmas prevalecieron hasta el siglo XIX, cuando una de las tantas epidemias de cólera vió emerger al padre de la epidemiología John Snow (y no me refiero al personaje de Game of Thrones), y con él una nueva concepción de la causalidad. Snow pensaba que había “algo” en el agua que enfermaba y que no se trataba de vápores tóxicos ni de castigo divino. Aunque muchos no le creyeron debido a la hegemonía de la teoría miasmática, algunos años más tarde Robert Koch aisló la bacteria que causa la tuberculosis y además desarrolló sus propios postulados para referirse a los microorganismos como causa de enfermedad; una nueva era para la causalidad había comenzado. Y si aplicamos la teoría unicausal, diremos que la causa de COVID-19 es un microorganismo; por lo mismo, bastaría con eliminar el virus para terminar con la pandemia. Pero casualmente la unicausalidad no parece ser la respuesta a nuestra crisis.
Considerando la teoría unicausal como el mantra de las enfermedades infectocontagiosas, muchas cosas no encajaban cuando comenzaron a proliferar las enfermedades no transmisibles como el cáncer, el infarto, o la depresión. En el siglo XX, Austin Bradford Hill desarrolló algunos criterios que permiten hacer alusión a la causalidad de eventos no transmisibles. Él había estado dando una batalla contra la industria tabacalera para decir que el tabaco era causa de cáncer de pulmón. Al lograrlo no tan solo consolidó una nueva forma de concebir la causalidad sino que también se convirtió en caballero de la corona inglesa. Las ideas de Sir Bradford Hill no configuran una teoría como los paradigmas anteriores, sino que representan criterios orientados a la construcción del conocimiento causal. Más tarde, Kenneth Rothman complementó estos criterios con sus famosas “causas componentes” ejemplificando la multicausalidad a través de gráficos sectoriales o de torta. En ese sentido, Rothman nos invitó a revisar la multicausalidad de muchos eventos (incluso de las enfermedades infecciosas como el COVID-19), tal como reconocemos que un fósforo puede encender fuego debido a la pólvora, pero es necesario que alguien manipule el fósforo y que haya oxígeno que produzca la combustión.
Judea Pearl, uno de los científicos más reconocidos por su trabajo en el campo de la causalidad, ha llevado las cosas más allá de lo pensado, reconociendo que hay causalidades que incorporan distintos niveles de complejidad y que en ocasiones solo tenemos la capacidad de modelar probabilidades que no están exentas de error; tal como muchas y muchos de nosotres, nos encontramos modelando los datos disponibles sobre COVID-19. En este punto, parece fundamental declarar que la epidemiología actual reconoce la multicausalidad de eventos de salud en poblaciones, así como el equipo de salud reconoce los eventos de salud en un paciente. Por lo mismo, es importante que en esta crisis aprendamos a diferenciar las causas de la enfermedad en el individuo, de las causas de la tasa de incidencia o de la prevalencia de la enfermedad en un grupo poblacional como una comuna o un país. Entonces la causalidad del COVID-19 en la población, parece ir más allá del virus en el individuo.
Existe certeza que la causa de COVID-19 en un individuo es el virus SARS-CoV-2 (más conocido como coronavirus); sin embargo, no podemos negar que existe una multicausalidad en su propagación a nivel poblacional, y que esta multicausalidad podría variar de grupo en grupo. Podríamos aventuranos a decir que en algunos grupos la tasa de incidencia de casos confirmados dependerá de la cantidad de PCR (sigla del examen que verifica la presencia del virus en una persona). También podríamos decir que en otros grupos, la principal causal de propagación es la irresponsabilidad de quienes no respetan las medidas de prevención como el uso de mascarilla o el distanciamiento social. En otros grupos, la exposición crónica a contaminantes podría conllevar al agravamiento de los cuadros de COVID-19; esto ha sido sugerido por algunos artículos recientemente publicados en poblaciones de Italia y de Estados Unidos, donde la exposición crónica se asoció a mayor letalidad. En gran parte de los países en desarrollo (y también algunos desarrollados), la inequidad, el hacimiento y los determinantes sociales han favorecido el contagio.
Estamos en un momento crítico de la pandemia y el desenlace más pesimista, la muerte, hoy se sostiene principalmente en dos factores: la capacidad de respuesta de un equipo de salud con recursos limitados (que ha tratado de enmendar la causalidad de otros factores que no fueron reconocidos previamente) y la condición basal de una persona que se ha expuesto a distintas cosas durante su vida (evitables y no evitables). Por lo mismo, la multicausalidad de los eventos poblacionales nos debe convocar a asumir nuestra responsabilidad, es decir, a reconocer que nuestro comportamiento puede ayudar a mejorar o empeorar la situación actual y a no desconocer todas las potenciales causas de la incidencia a nivel poblacional, que no es lo mismo que la causa de COVID en un individuo.
Columna publicada el 28 de junio 2020 en El Mostrador, disponible aquí.
Macarena Valdés Salgado
Doctora en Salud Pública. Investigadora Red de Pobreza Energética. Profesora asistente de la Escuela de Salud Pública e investigadora postdoctoral de Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)2.
Amante del esquí y el boulder.