Por Anahí Urquiza
Estos últimos días nos remece una avalancha de emociones. En un mismo día podemos pasar rápidamente de los malestares a las preocupaciones, de la incredulidad a la indignación, pero también se hace espacio la esperanza.
Los problemas que enfrentamos son graves y urgentes, deudas pendientes de hace mucho tiempo que demandan reflexiones y diálogos profundos para poder salir de esta crisis, sumado a situaciones actuales que son inaceptables. Bajo este contexto, no es fácil volver a mirar la relación que existe con las condiciones socio-ambientales y el desafío que nos trae el cambio climático.
Sin embargo, no podemos pensar en la crisis social sin asumir la crisis ecológica, menos ahora que vemos que se abren nuevos caminos en el momento constituyente que ya está en marcha, y que nos permiten, por primera vez en nuestra historia, hacernos cargo de los desafíos climáticos que el país debe enfrentar de manera seria y a largo plazo. Perdernos en atacar los síntomas sin preocuparnos de la enfermedad es hipotecar el futuro de todo el país.
La evidencia científica es tan abrumadora como incontestable, Chile es un país altamente vulnerable frente al cambio climático.
Es muy claro en identificar las amenazas climáticas (ej. sequías, aluviones, incendios, olas de calor, marejadas, etc.), pero queda mucho por saber sobre sus consecuencias sociales.
Sin embargo, sabemos que el impacto social de las amenazas climáticas está relacionado estrechamente con la situación de vulnerabilidad en la que se encuentra una gran cantidad de nuestra población y la actual crisis social no ha hecho otra cosa que recordárnoslo de la manera más dramática.
Además hay ciertos elementos que ya hemos identificado como críticos.
(1) Las consecuencias del cambio climático afectan más a los grupos vulnerables, tanto por su fragilidad frente a diversas crisis como por su dependencia de las decisiones de los grupos dominantes.
(2) Las amenazas climáticas profundizan los problemas ambientales ya existentes, por las condiciones de sobreexplotación de los recursos, y las debilidades institucionales para proteger ecosistemas y resguardar el uso común de los recursos.
(3) Contamos con poca información sobre las condiciones en las cuales los territorios enfrentan estas amenazas actualmente (considerando tanto su sensibilidad como su resiliencia) y lo poco que existe no está siendo utilizado para la toma de decisiones.
El desafío que enfrentamos es gigantesco: debemos poner en marcha las transformaciones estructurales que el país necesita para reducir la desigualdad y la injusticia social, considerando los riesgos climáticos actuales y futuros, así como los co-impactos que produzcan las medidas que se establezcan.
Un ejemplo es la transición energética, ineludible e impostergable, que no debiese perjudicar a los sectores vulnerables, ya sea por el aumento del costo de la vida, los cambios en las posibilidades de empleo o la afectación de ecosistemas.
La frase anterior no es trivial: “debemos poner en marcha las transformaciones estructurales que el país necesita” y esto implica como tomar decisiones colectivas vinculantes de forma legítima (nuevo pacto social) y decidir cómo se utilizará el territorio y la capacidad que tendrán las comunidades que viven en ellos para definir los cambios necesarios que permitan enfrentar las amenazas (fin al neoliberalismo desatado).
Además, fortalecer las capacidades institucionales para la toma de decisiones con una proyección de largo plazo (2050), la participación de las comunidades y la consideración de diferentes fuentes de conocimiento (gobernanza policéntrica).
Para lograr una transformación de esta envergadura necesitamos una discusión profunda, que permita reconocer los diferentes conocimientos existentes sobre los fenómenos involucrados, desarrollar estructuras de coordinación entre múltiples esferas, fortalecer nuestras condiciones de resiliencia (disminuyendo la dependencia de pocos sectores productivos altamente sensibles al clima y propensos a la sobreexplotación, restaurando ecosistemas, fortaleciendo capacidades institucionales para identificar riesgos e implementando cambios en las zonas vulnerables) y activando un amplio proceso deliberativo que nos permita definir el futuro que queremos.
Con tristeza, pero realismo, fuimos conscientes que la COP25 no podía realizarse en Chile bajo las condiciones actuales. No habría sido responsable haber puesto en riesgo a nuestra población por las medidas extremas de seguridad que se habrían tomado para mantener la “normalidad”, poniendo en peligro al mismo tiempo las urgentes negociaciones climáticas.
Ahora, estando más lejos de esta pérdida, debemos retomar la agenda interna con más fuerza que antes.
El cambio climático no es una preocupación de científicos y activistas globales, es un problema de desigualdad que nos golpea con fuerza y hará crecer aún más la situación de vulnerabilidad y desigualdad territorial de nuestro país. Debemos ser parte de estos procesos, para que la anhelada transformación social sea también una transformación socio-ecológica.
Estos cambios no pueden hacerse en un panel de expertos o entre actores políticos que tomen decisiones de espaldas a la ciudadanía.
Hablamos de transformaciones profundas, difíciles de llevar a cabo en procesos urgentes, pero tremendamente necesarias para abordar los problemas de raíz. Los desafíos climáticos urgen por una mejora en la capacidad de tomar decisiones en los propios territorios, que fomenten la participación real de la comunidad, dejando ámbitos de regulación a nivel nacional, pero con espacios de innovación y coordinación entre ambos espacios.
Ya en el año 2009, la premio Nobel de Economía Elinor Ostrom nos hablaba de una “gobernaza policéntrica” para referirse a esta forma de gobernar los recursos comunes, respetando la soberanía territorial de los habitantes en diferentes niveles, valorando las estrategias de resolución de conflicto y tejido social a nivel local.
La crisis actual también puede ser observada como una “fisura en el régimen” (hablando en el lenguaje de las llamadas “transiciones socio-técnicas”) y, por lo tanto, es una oportunidad de cambio estructural que es urgente de lograr.
Estamos en un momento decisivo o transformamos nuestra sociedad o quienes sobrelleven las consecuencias del cambio climático serán solo los más privilegiados de los privilegiados.
Acompañando un proceso constituyente, la planificación de largo plazo que debemos impulsar en nuestro país (como parte también de nuestros compromisos internacionales para enfrentar el cambio climático) nos podría permitir establecer una verdadera perspectiva de Estado que vaya más allá del gobierno de turno, y que nos permita definir cómo viviremos ahora y en el futuro, considerando los diversos riesgos a los que nos enfrentaremos y fortaleciendo la resiliencia para enfrentarlos.
Por Anahí Urquiza, académica de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, investigadora del Centro de Ciencias del Clima y la Resiliencia (CR)2 y Coordinadora de la Red de Pobreza Energética.
Columna publicada el 07 de noviembre de 2019 en Cooperativa.cl, disponible aquí